jueves, 29 de octubre de 2009
¿Es posible la política honesta?
«Los que quieren tratar a la política y a la moral en forma separada nunca entenderán nada sobre ninguna de las dos». Eso escribió Jean-Jacques Rousseau, y yo estoy de acuerdo. La práctica de la política no sólo puede, sino que debe conciliarse con los imperativos de la honestidad. Pero, ¿qué es la honestidad o la deshonestidad en un político? ¿Es posible siquiera que un político sea honesto?
La pregunta llega al corazón de la democracia. Cuando los electores descalifican a los políticos por deshonestos, los movimientos antidemocráticos florecen.
Sin embargo, todos los políticos saben que la ambigüedad y la componenda tienden a triunfar sobre las verdades universales. A veces es necesario elegir el mal menor. Nuestros patrones normales de decencia y probidad no siempre se pueden aplicar, aunque no porque el cinismo y la hipocresía sean lo único que importa en política.
Tomemos por caso al príncipe de la ambigüedad, el Duque de Talleyrand. No sólo corrupto, sino también un notorio traidor a varios jefes consecutivos, se decía que Talleyrand no había logrado vender a su propia madre nada más porque no había podido encontrar compradores. No obstante, aunque fue desleal a los gobernantes franceses, probablemente Talleyrand nunca traicionó a Francia.
Sucede que la deshonestidad política adopta formas distintas. Identifiquemos los diversos tipos. Un tipo es el de alguien que es deshonesto para empezar. Una persona así será un líder, ideólogo o diplomático deshonesto en cualquier circunstancia.
Otro tipo es el del diletante con buenas intenciones. Torpe y aficionado, sus acciones dañan los intereses que busca promover.
Los «apostadores» políticos, por otra parte, hacen mal uso de la competencia. Son hábiles pero despiadados, carecen de humildad y evaden la reflexión. El «alborotador» político es pariente cercano del apostador, y busca lograr sus crecientes ambiciones por cualquier medio, sin importar los riesgos y a pesar del costo para los demás.
El «fanático» político también es deshonesto, ya que está cegado por la convicción de que tiene la razón en todo. El fanático es inflexible y no se detiene, es una aplanadora que aplasta todo lo que encuentra en su camino. En contraste, el «operador» que concierta los arreglos políticos no es menos deshonesto, porque carece de lo que el primer presidente Bush llamó «la cuestión de la visión». Es cobarde, no tiene principios y se echa para atrás ante la responsabilidad.
Más allá de estos tipos distintivos del político deshonesto hay posturas políticas más generales. En primer lugar están las formas cínicas del pragmatismo, encarnadas en el principio de que el fin justifica los medios siempre que las exigencias morales entren en conflicto con los intereses políticos.
En el otro extremo está la postura ingenua, utópica y moralista que es igual de deshonesta. Quienes la predican, deploran la aspereza y la relatividad de la política y hacen llamados inútiles para el renacimiento moral. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. La historia no es un idilio y las biografías de los políticos no se parecen a las vidas de los santos. Paradójicamente, si todo el mundo fuera honesto, la política resultaría superflua.
Eso no significa que no podamos identificar a los políticos honestos cuando nos encontramos con ellos. Emmanuel Kant describió a dos tipos de políticos. El «moralista político» busca «forjar la moral» según las necesidades de la política entendida como un juego cínico. Es una etiqueta que se aplica con facilidad a todos los tipos de políticos deshonestos descritos líneas arriba.
El segundo tipo de Kant es el «político moral» que rechaza el pragmatismo cínico pero que no cae en la moralización ingenua. Un político honesto es alguien que considera a la política como una herramienta para alcanzar el bien común. No es ingenuo y sabe que con frecuencia es necesario ser paciente, hacer arreglos y seguir una política de pasos pequeños. Sin embargo, mientras busca las metas parciales no pierde de vista los objetivos más amplios.
En resumen, un político honesto aplica un pragmatismo basado en principios, en el valor para decir cosas desagradables, pero siempre con una actitud constructiva. En efecto, la crítica irresponsable (el afán de revelar y publicar un problema sin la voluntad de proponer soluciones factibles) es tal vez la forma más común de deshonestidad en política.
Por ello, gobernar es frecuentemente la mejor prueba de honestidad política. En los países democráticos, si los políticos que critican a otros mientras forman parte de la oposición resultan ser ineficientes cuando llegan al poder, los votantes pueden (y generalmente lo hacen) castigar su deshonestidad en las urnas.
La prueba más dura para un político honesto llega cuando debe defender ideas que no son populares pero que son las correctas. No todos aprueban ese examen, sobre todo cuando se acercan las elecciones. No obstante, sólo los políticos deshonestos equiparan la política con la popularidad exclusivamente.
Al mismo tiempo, un político moral nunca logra por sí solo garantizar el bien común. Sólo cuando los políticos apoyan la decencia de los demás pueden estar seguros de que en momentos críticos para el Estado lograrán superar sus diferencias políticas.
No obstante, la honestidad política no es responsabilidad exclusiva de los políticos. La opinión pública también debe desempeñar bien su papel. Después de todo es más probable que la honestidad política (y los políticos honestos) se arraigue en una sociedad caracterizada por una cultura de tolerancia, solidaridad e igualdad en los derechos individuales. Los políticos tramposos no se dan bien en ese suelo.
Yo soy ante todo un practicante de la política. Por ello, sé que ninguna teoría y que ningún análisis puede librar a los políticos del examen de conciencia, de preguntarse qué es honesto y qué no lo es a la hora de enfrentarse a una decisión política. El político honesto está dispuesto a soportar esa carga.
Aleksander Kwasniewski
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